miércoles, 13 de noviembre de 2013

Te lo dije


He vivido tantísimos años que hace mucho que olvidé mi edad, pero si de algo me he dado cuenta a lo largo de mi vida, es que las cosas cambian, no es nada nuevo, pero hace tiempo que me percaté de la vanidad de muchísimas de nuestras acciones o pensamientos e ideas momentáneos frente al cambio que genera el paso del tiempo. En toda mi vida no he parado de pensar, de avanzar, igual que tú o aquel, y si miras atrás verás que en ningún momento has dejado de cambiar tu forma de pensar, de no ser así, amigo, tienes un problema. Lo que quiero decir es que si todo cambia, hasta las ideas más arraigadas lo hacen, ¿Merece la pena preocuparse por algo? Las mentes van a cambiar, tarde o temprano, las cosas van a pasar, ahora o después, el mundo va a regenerarse continuamente. Da igual. La primera vez que empecé a pensar esto fue aquel día, aquel horrible día, en el que vi mi mundo tal y como yo lo conocía, todo lo que amaba y odiaba, todo, se derrumbó, cambió de forma súbita. Quizás fue por eso por lo que me di cuenta de todo esto, quién sabe.
Ya le daba vueltas a la cabeza, autoconsolandome de que era imposible, que nada de lo que se me había revelado allí tenía sentido. Cabalgamos raudos al sur, de vuelta al Fuerte de la Guardia del Norte. Por dentro ya lo sabía, temía lo que sabía, cuando llegamos, el lugar ardía consumiéndose por las llamas. El fuego se extendía por la colina del fuerte como agua fluyendo entre las rocas. Se oían gritos sordos y el distinguido sonido del acero en la batalla. Apretamos el paso y cuando llegamos a las puertas fuimos recibidos por una hueste de vampiros ensangrentados que se abalanzaron sobre nuestras monturas. Caí al suelo justo a tiempo para ver como abatían a Keirath, mi subordinada. Pude a duras penas librarme de mis atacantes y huir hacia el fuerte. Aquellos malnacidos no eran tan inútiles como las otras alimañas que me había encontrado en mi viaje al norte, sabían pelear, y estaban bastante bien armados.
La imagen que vi al entrar en el fuerte quedó grabada en mi cabeza, y hoy en día sigue ahí, en un lugar apartado de mi mente que intentó evitar. Todo ardía. Los cadáveres yacían a mis pies, amigos, conocidos, compañeros de armas, para mi inexperta mente resultó fatal. Quedé paralizado por el miedo, la ansiedad y la desesperación. Como era de esperar algo me golpeó la nuca y caí desplomado, lo último que recuerdo ver es un enorme y anciano lobo blanco defendiéndose desesperadamente entre las llamas del incesante caudal de enemigos que lo abordaban. Cayó, y un desgraciado con una armadura gris se acercó, y sacando un cuchillo curvo desprendió la cabeza del cuerpo inerte del que antes fue Helur, señor de la Guardia. De este modo, todos, y cada uno de los hombres con sangre heredada de Hircine, yacíamos tendidos en aquella colina, entre los restos del viejo fuerte. Todos muertos, menos yo. Cuando los enemigos comenzaron a rematar a los heridos, una niebla fue cubriendo el suelo. Nadie pareció alarmarse, ni yo le di importancia, pues me daba por muerto, pero antes de que llegase mi turno de pasar por el filo, fui arrastrado, prácticamente inconsciente. La niebla me cubría, aunque quién me arrastraba pasaba entre los enemigos, nadie me vio. Salimos del fuerte y bajamos la colina, pero caí inconsciente poco después. Me desperté tumbado en un caballo atado a otro, los dos animales cabalgaban velozmente, por lo que me sobresalté y caí estúpidamente. Los caballos se detuvieron y volvieron hacia mí, pensé que me llevaban prisionero, pero era ella, alcancé a ver su rostro dentro de la capucha que la tapaba. Se acercó, desmontó, y me susurró al oído:
-Te lo dije.-

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