domingo, 25 de agosto de 2013

El pasillo de una sola dirección.



Vaya, se acerca la navidad, un año más de ver pasar la vida, embobado y asobinado, amancebado y malacostumbrado. Así vivo yo, padre de dos niños malcriados y ciegos por la estupidez de la televisión. Casado con una mujer egoísta y maniática. Esta es mi familia, solo quedo yo, el peor de todos, no solo por haber sucumbido a la facilidad de la vida moderna, sino por haber renunciado a mis sueños, aspiraciones, metas y cualquier cosa que hubiese podido desear ser, convertirme o tener en mi vida.
Faltaban dos semanas para navidad, había tenido un día de mierda en el trabajo, y cuando llegué a casa, no había nadie, ni mi esposa, ni los críos. Sabía perfectamente donde estaban, hacía ya tiempo que conocía las aficiones secretas de mi esposa, me engañaba, no sé con quién, ni donde, ni  me importaba, entendía perfectamente el porqué, hacía tiempo que ya ninguno nos preocupábamos por el otro. Y los chavales posiblemente los hubiese dejado con su tía o con su madre. Fue entonces cuando me di cuenta,  pasé unos momentos pensando de pie nada más entrar en la casa con la puerta abierta y el abrigo aún en la mano, en cierto modo lo sabía, pero aún no me había dado cuenta, sabía que mi vida era una mierda, pero hasta entonces no había pensado en ello. Y cuando fui consciente de mi desgracia, mi rostro se tornó sereno, apaciguado y tranquilo, había perdido muchísimo tiempo de mi vida, pero por lo menos me había dado cuenta, y de alguna forma me consolaba el saber que miles de idiotas como yo también estaban desperdiciando su vida, pero ellos no se daban cuenta, yo sí. Cerré la puerta, me di una ducha, cené como siempre comida precocinada, y en vez de destruir mi cerebro en el sofá frente a mi LCD de cuarenta pulgadas, cogí mis documentos personales, mi dinero, mis cosas importantes, un poco de ropa, y lo metí todo en un bolso de deporte. Bajé al trastero y desenterré mi vieja guitarra de entre la maleza de trastos ahora viejos  que se amontonaban y tapaban el instrumento. Cogí mi coche, un monovolumen enorme y feo que mi mujer me hizo comprar para los niños, pero el coche era mío, me lo hizo comprar con mi dinero, porque ella ya tenía el suyo, se paseaba en un hibrido nuevo carísimo para llamar la atención. Llevé el monovolumen hasta un concesionario de segunda mano y lo vendí. Era un coche caro así que conseguí casi treinta mil por él. No lo pensé un segundo, crucé la calle, entre al concesionario de enfrente y me compré una moto nueva, de gran cilindrada, estilo Harley Davison. Salí de allí con mi vieja chupa de cuero, con mi nueva moto, y lo más importante, mi nueva sonrisa. Hacía casi una maldita década desde la última vez que sonreí de verdad como aquella vez. Ni me fijé hacia donde me dirigía, con la guitarra enfundada a mi espalda y la maleta en un lateral de la moto, simplemente salí de la ciudad por donde el azar quiso y emprendí viaje.
Cuando tuve sueño, ya caída la noche, paré en un pequeño pueblo tranquilo y perdido entre las montañas, solo accesible por las largas y sinuosas carreteras de montaña por las que me encantaba llevar la moto. Entré a un bar de aspecto rustico y agradable, sonaba música folk suave y la gente jugaba a las cartas o a los dardos riendo y bebiendo cerveza. Nadie se fijó en mí, me acerque a la barra y pedí una cerveza, el camarero me preguntó de donde era, lo típico, y resultó ser un hombre muy agradable, y estuvimos hablando largo y tendido sobre muchísimas cosas. Le comenté mi situación y le sorprendió bastante,  él siempre pensó que la gente como mi antiguo yo, encerrados en una vida que saben que es una mierda, eran gente triste, y que le daban lástima. Definitivamente le gustó mi historia y me habló de que en el pueblo, existía un grupo de amigos, que se dedicaban a escribir, repartían por el pueblo de vez en cuando alguna recopilación de historias que relataban en sus ratos libres. A los vecinos les gustaba la idea, daba un poco de vida al pueblo, entretenía y hacía pensar a muchos.
Aquello me encantó, era una idea genial, pero lo que más me sorprendió, es que el camarero, miembro del grupo que escribía el boletín de relatos, me pidió permiso para escribir mi historia y publicarla en el pueblo. Por supuesto acepté, pero con la condición de que no se diera mi nombre en él.
Al día siguiente proseguí mi camino hacía ningún sitio con mi moto. Viajé por todo el continente trabajando aquí y allá por temporadas, de cualquier cosa, pero trabajos pequeños, camarero, peón, pescador, o en empresas de transporte. Cuando me quedaba sin dinero de mis trabajos, usaba el que durante años había guardado para mi jubilación. Así pasaron meses, uno tras otro, vivía muy bien, tenía todo lo que necesitaba, trabajaba duro de vez en cuando y lo mejor de todo, conseguí amigos y conocidos en todas partes. Hasta que un día, tomándome un café mientras esperaba a un viejo conocido en una ciudad de la costa, me dio por leer el periódico que había en la mesa. No me gusta leer periódicos, o por lo menos los más vendidos, porque  me da la impresión de que siempre son considerablemente parciales en muchos temas, pero aquella vez lo leí por hacer tiempo mientras esperaba. En una página por medio del noticiario, encontré un artículo sobre un grupo de escritores que habían prácticamente provocado una pequeña revolución con sus historias. A mitad de artículo algo en la página siguiente me llamó la atención y torné mi vista hacía la noticia contigua. Hablaba de un aumento del quinientos por cien de desapariciones en la región, que luego resultaban ser hombres y mujeres que simplemente emigraban y comenzaban un viaje muy similar al mío.
Al parecer el camarero al que conté mi historia había tenido bastante éxito con ella, y cientos de personas decidieron romper como el personaje de la historia hizo. Me alegré de que otras gentes hubiesen podido ver por fin el pasillo de una sola dirección en la que se estaba convirtiendo la vida moderna, y hubiesen hecho un jodido agujero en la pared, para salir fuera.

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