El viento del norte soplaba levemente a medio día en la
cresta de la montaña, la brisa movía intermitentemente la barba y el pelo largo
de un anciano con la mirada perdida en la inmensa planicie que se extendía a
los pies de la cordillera. En sus manos sostenía unos cuantos papeles tipo
pergamino un poco arrugados y viejos, junto a una pluma de halcón y un tintero
hecho con un pequeño cuenco de madera tallada. Estaba sentado en una gran
butaca que podría ser fácilmente el trono de cualquier rey, pero estaba hecha
de una pieza, entera de madera, tallada completamente de un árbol enorme que
antaño estuvo plantado allí mismo, pues el trono de madera estaba íntegramente
unido a la tierra mediante anchísimas raíces de árbol viejo. El hombre iba
vestido con una túnica larga de color pardo con adornos verdes que le conferían
un aspecto elegante. En la parte más alta del trono, a su derecha, se hallaba
posado un viejo y decrépito halcón que aún conservaba un porte elegante y
majestuoso. Permanecía junto a su señor con la mirada también perdida en la lejanía.
Tras un rato observando el horizonte, el anciano alcanzó el tintero y tras
mojar la pluma en tinta, finalmente comenzó a escribir.
“El camino hasta el Fuerte de Rio Verde no era largo ni
pesado, había que descender por el valle dejando al este la ciudad de Erastath,
que protegía el uno de los pasos del Muro Gris. Cuando llegué al fuerte fui
recibido por varias docenas de hombres de la Hermandad de Guardianes, pero mis
subordinados aún no estaban allí. Descansé aquella noche y a primera hora de la
mañana llegó mi escuadrón. Los escuadrones estaban compuestos de diez hombres y
mujeres, cada miembro de la Guardia de Elite tenía un escuadrón a su
disposición, que él mismo había seleccionado y entrenado, por eso mismo los
miembros de un escuadrón desarrollaban las mismas técnicas y habilidades que su
maestro. Mi escuadrón era mi orgullo,
los mejores y más hábiles luchadores. Tras explicarles la misión que nos había
encomendado Helur, partimos a medio día hacia el norte. Sospechábamos que los
ataques de vampiros provendrían de allí, así que nos enviaron a primera línea de
defensa, protegeríamos las villas más norteñas, como el pueblo de Norath, la
Cuenca del Lobo y el Aserradero de Jorn. Nosotros nos situaríamos en la costa,
en el Fuerte de la Guardia del Norte. Desde allí vigilaríamos el único paso a
estas tierras al norte del Muro Gris, el Desfiladero de Gunderheim. Ese era el
plan, pero ya habíamos perdido demasiado tiempo, cabía la posibilidad de que el
enemigo ya hubiese entrado en Lambroth por el desfiladero, teníamos que peinar
la zona, a nosotros nos tocó el camino largo, debíamos desviarnos al oeste para
vigilar la zona del Bosque de Jorn y el pueblo de Norath. Pero por lo menos
nuestra ruta seguía un camino transitado, y había más posibilidades de
encontrarnos con “extranjeros indeseados”, lo cual nos gustaba ya que llevábamos
tiempo sin combatir y nuestras ganas de aplastar cráneos vampíricos iban en
aumento.
Al llegar al Bosque de Jorn, nos desviamos para comprobar el
estado del asentamiento del aserradero, que abastecía todo el reino de la mejor
madera del bosque. No esperábamos encontrarnos allí a ningún enemigo, pero para
nuestra sorpresa, encontramos a Brasteth el encargado y dueño del aserradero, con las manos en la cabeza en la puerta del
molino del lugar. Descabalgamos y nos acercamos con cuidado al hombre, no tuvimos
ni que preguntar, nos miró, nos reconoció y grito: -¡Ayuda! ¡La Guardia!
Gracias a los Divinos que habéis venido,
por el amor de Shor, rápido retomad el camino, no hace mucho que se
fueron e iban a pie, escondí a gran parte de los que aquí vivimos en el sótano
oculto del aserradero, pero encontraron y se llevaron a 4, dos hombres y dos
mujeres.-
Sin decir palabra montamos y cabalgamos rápido en su busca,
nuestros caballos eran veloces y no tardamos apenas en alcanzarles. Se distinguían
muy bien los aldeanos de los vampiros, no solo por el olor, también iban amordazados.
Que estúpidos pensando que podrían pasearse por los caminos principales de Lambroth sin que nadie les detuviese. Eran un
grupo de 8 vampiros, todos de rango menor, con armas rudimentarias y ropas
andrajosas. A una distancia prudencial descabalgamos y nos acercamos a pie,
pero nos detectaron antes de lo previsto y echaron a correr soltando a los
rehenes, di la orden y me lleve a 8 de mis hombres conmigo a perseguirlos,
mientras que los dos restantes acudieron a la ayuda de los aldeanos. Esos
bichos eran ágiles, pero no más que nosotros, los alcanzamos sin problemas, ni
siquiera opusieron resistencia, recuerdo que alcance a uno, agarré su nuca con
mi enorme mano y acto seguido la escaché
contra una roca en el suelo, cuando levanté la vista, pude ver como mis hombres
daban caza literalmente a cada uno de esos subseres y los aniquilaron de muchas
formas diferentes, un flechazo de ballesta en la nuca que destrozaba el cráneo de
uno, un hachazo que seccionaba desde el hombro derecho hasta la cadera
izquierda, o un mazazo fuertísimo que prácticamente le atravesaba el torso,
haciendo un agujero enorme en su pecho y haciendo caer ya en silencio el último
cuerpo sin vida de nuestros enemigos, hubo quietud durante unos instantes, y
sin decir una palabra nos agrupamos de nuevo en el camino con los ya liberados
rehenes"
Escrito esto, el anciano, cansado, dejo la pluma a un lado, se incorporó lentamente y tras recojer los pergaminos y aparejos de escritura, miro al halcon y dijo: -Vamos Havok, es hora de descansar.- El halcon obedeció, y de un salto subió hasta el hombro derecho del anciano. Era un halcon enorme que casi pesaria dos kilos y medio, pero el anciano ni se inclinó lo más mínimo, parecía como si no pesase nada en absoluto. Una vez en pie con el halcon en un hombro y los pergaminos bajo el otro brazo, se alzaba alto y fuerte pese a su vejez. Comenzó a andar muy despacio, y sin niguna prisa descendió la montaña mientras el sol y los colores magentas y anaranjados tan marcados propios de la puesta de sol teñían la ladera y falda del monte, hasta por fin desaparecer por completo dejando paso a la oscuridad propia de una noche de luna llena. Aquella noche los lobos no aullaron.
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