Acababa de dormirme cuando mi vecino, de nuevo despotricaba
contra mi pared. Juraba por alguna tarea fallida y golpeaba los muebles. Recién
dormido y despertado golpeé la pared a
señal de que necesitaba silencio. Pero el hombre hacia caso omiso. Tuve que
levantarme y llamarle al timbre. Odiaba ser el malo pero mi trabajo era
nocturno, y ni siquiera había podido elegirlo. El gobierno ya se encargaba de
ello.
Le decía con toda la delicadeza posible que por favor no
hiciese ruido, que aunque fuese de día, por piedad, dejase de armar bulla.
Necesitaba dormir. Solo recibía gritos y reproches. A menudo también oía las
mofas que escupía al cerrar la puerta. Con un portazo en la nariz me solía
despedir. Notaba la mirada de las mirillas del pasillo. Si no conseguía dormir
bien pronto, sentía que podía terminar muerto, o peor, loco.
Recuerdo que en el trabajo hablé con un chaval al que le conté
mi problema, y este me recomendó un libro. Afirmaba que si me lo leía entero,
estaba seguro que terminaría con el problema de mi vecino y con otros muchos.
Lo había ojeado un poco por encima y pensé que era de peleas, pero la página
por la que lo abrí hablaba de un poema japonés. La verdad es que no rimaba,
pero era bonito. Intente escribir unos cuantos, pero no podía. El insomnio es
algo horrible, no te deja concentrarte en nada. Hasta te vuelves incapaz de
hacer las cosas más sencillas de la casa. Las horas pasaron y la hora de irse a
trabajar llegó.
Hoy me han echado la bronca. Parece ser que no rindo como
debería. No pasaría nada si me despidiesen, pero cuando trabajas para el
gobierno solo está el finiquito, y no se trata de dinero precisamente.
Volví a mi casa de nuevo. Y mi vecino ya la estaba armando
antes incluso de que entrara a mi apartamento. Intente dormir, pero no pude. De
repente alguien llamo al timbre de mi vecino y este abrió y saludo con un “¡otra
vez tu gilipollas!” Pero no era yo quien había llamado. Al parecer le respondieron
con dos sonoros disparos. Las pisadas del asesino se oyeron bajando rápidamente
las escaleras.
Abrí la puerta y me asomé. Allí estaba él. Tirado en un
charco de sangre, murmurando palabras como ayuda, ambulancia. No sé. Ya no sabía
que significaban las palabras. Le respondí que no le oía y me fui a dormir.
Dormí doce horas de un tirón.
Ni siquiera oí el despertador. Desayune a la hora de cenar como una hiena famélica, me
lavé los dientes y me duché. No me afeité, porque me gustaba llevar la barba de
varios días. Dentro de poco tendría que ir a trabajar otra vez. Esto no era
vida. Pero hoy me encontraba como nunca. Alguien llamó a mi puerta, y la verdad
sea dicha, hacía rato que mientras desayunaba y me aseaba había notado un
revuelo en el pasillo. Al abrir, un agente me abordó.
Me hizo preguntas sobre mi vecino. Y de donde había estado.
Cuando me preguntó sobre los disparos, me quedé perturbado. Un tiroteo en el
piso de al lado y ni si quiera me había dado cuenta. El policía no se lo creía
y me amenazaba con llevarme a comisaria. Cuando quise mirar el reloj tuve que
decirle al policía que me tenía que ir a trabajar, que tenía que estar entrando
ahora mismo. El policía se quedó perplejo de que le hubiese echado en cara eso.
Y aun se enfureció más.
Cuando le enseñé mi tarjeta de identificación, se disculpó y
me dijo que no me preocupara. Me metió en el coche de policía y se saltó todos
los semáforos con las sirenas puestas. El hombre reía jocosamente con su
compañero mientras derrapaba. La verdad es que la sirena dentro del coche apenas
se oía.
Al final llegamos a destino. Mi trabajo, para mi sorpresa. Pidió
hablar con mi jefe. Intercambiaron unas frases, el policía me señaló un par de
veces. Ambos rieron. Finalmente me sacaron del coche patrulla, ir atrás es lo
que tiene, que no puedes abrir las puertas desde dentro. El jefe me mandó a
trabajar, y los policías se despidieron. Me devolvieron mi identificación. Y la
leí por leer. Roberto P. Funcionario del gobierno decía entre otras cosas. Sí,
era yo. La guardé y fui camino de mi puesto.
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